La Molienda
Molienda
Los cañaverales se han teñido de un mágico y tupido verdor. Al moverse impulsados por el viento, da la impresión de que frágiles olas van pasando una tras otra en fascinante danza. La caña ha madurado y se hace necesaria la cosecha. Hay que esperar que la luna sea propicia para iniciar el corte.
La zafra ha comenzado, los jornaleros, argonautas en constante lucha con las hojas de espinas diminutas y filos cortantes cual espadas que hieren la piel en un descuido imperceptible, envueltas con un pañuelo sus manos duras y encallecidas, empuñan el afilado machete y con tajos calculados van cortando la caña a ras del suelo. Rajan el cogollo, limpian la paja de la caña con una habilidad aprendida con los años y van formando pequeños montones que serán recogidos por los arrieros para que, en un constante ir y venir, trasladen su exquisitez y dulzura hacia el trapiche.
Postales del Ayer
El trapiche va despertándose de días de reposo. Hay alegría y movimiento Va a iniciarse la molienda. La acequia que se desliza suavemente por la parte superior de la pared de tierra, como una serpiente de piel clara y seductora, es desviada de su cauce y se dirige impetuosa hacia la inmensa rueda hecha de madera, que comienza a girar pesadamente, como desperezándose de un largo letargo, al ser impulsada por la fuerza gravitante del agua que va golpeando sus eslabones.
Los piñones, impulsados por el movimiento circular de la rueda hacen crujir sus dientes amarillentos y desgastados por los años y dan movimiento a dos pesadas masas de acero que trituran la caña. El jugo, oloroso y fresco, va cayendo raudamente en un recipiente, para luego ser depositado en los toneles hechos de cedro y de nogal por la maestría de nuestros carpinteros; ahí comenzará el período de fermentación del guarapo. El bagazo es retirado rápidamente por los peones y tendido al sol para que se seque. El vaho que despide se eleva hacia el espacio y va llenando de olor a caña los puntos más recónditos del barrio, atrayendo con su aroma a pequeñas abejas, a bungas y avispas que con su zumbido característico matizan la molienda.
Cuando ya el guarapo está en su punto, burbujeante y espeso, capaz de alterar un tanto los sentidos del catador al saborear un jarro de tan seductor líquido, comienza la destilación. El alambique empieza a vivir su magia.
El guarapo bulle al sentir el calor de la caldera y el vapor, en voluptuosa fuga, se precipita por los tubos serpenteantes para encontrase con el frío del agua, condensarse y volver a ser un liquido límpido. Las gotas del alcohol van apareciendo como si fueran gotas de rocio mañanero, puro y transparente, que se desliza suavemente hasta convertirse en un pequeño chorro de volátil aroma, que va depositándose en una vasija para ser guardado en otros toneles limpios y relucientes.
La molienda es cautivante. En este proceso seductor por lo sencillo e inverosimil, el hombre confluye en espíritu y fuerza con la naturaleza y se hermanan dándose cada uno sus virtudes. El jugo de la caña, dulce y substancioso, de un color amarillento oscuro, se ha convertido en un líquido cristalino, con un alto grado de alcohol, brindando al hombre la oportunidad de servirse de él para su sanación o para deslumbrarse con su alucinante efecto.
La tierra va perdiendo su riqueza, sus nutrientes van agotándose, la caña los va absorbiendo año tras año y ya no tiene capacidad para dar a los frutos lo necesario para que crezcan sanos y fuertes, la cosecha disminuye y la producción de aguardiente ya no es rentable. Los cañaverales van desapareciendo, el suelo se ha vuelto yermo, ha envejecido, se notan las arrugas endurecidas que recorren su cuerpo desgastado, el verdor de otros tiempos se ha transformado en desolación, los campos gimen de desconsuelo, la vida se va perdiendo.
En otros lugares del pueblo, los trapiches también se avejentan; las acequias han dejado sus cauces, se han secado; la rueda gigantesca que giraba incansable va muriéndose de una quietud desgarradora. Dicen que por las noches, los duendes juguetean con el agua y saltan de eslabón en eslabón haciendo mover la rueda en constante algazara y que también se oyen voces de los peones festejando la molienda. El abandono ha dado a los trapiches un aire de misterio, pero su vida estuvo matizada de muchas leyendas que se han quedado como parte de la historia del pueblo.
Por Rodrigo Herrera Cañar
Publicado en:
Publicado por: