Las Lavanderas Baños

La lavanderas un oficio que se realizaba la pie de la Cascada de la Virgen. Conoce esta historia

Las Lavanderas

Es lunes, comienza la semana después de un domingo de misa y de descanso. Por la calle Montalvo van desfilando una a una las lavanderas. Llevan sobre sus espaldas enormes bultos de ropa envueltos en una sábana, van rumbo a las lavanderías municipales que quedan al pie de la cascada de la Virgen. Vienen de algunos lugares del pueblo a ocupar sus puestos de trabajo que cada una se ha asignado. Caminan con su cuerpo encorvado por el peso de su carga.

Oficio Lavandera

Unas van descalzas sin importarles las piedras de la calle; sus pies se han acostumbrado a pisar aun en las piedras puntiagudas sin que se hagan daño, otras van con sus guaguas porque no tienen con quien dejarlos en casa. Las niñas más grandes son de gran valía porque también van cargadas de ropa ajena y les ayudan a sus madres por lo menos a exprimir las "prendas". Mirándoles de lejos parece que el paisaje cobra vida, una vida de envolturas blancas que se mueven en compases lentos. Sus fuerzas van agotándose hasta llegar a su destino. Algunas hacen una pausa arrimadas a la pared de alguna casa o a algún "cerco", otras avanzan como queriendo coronar su arrojo con el último vigor de su espíritu. Llegan, un suspiro de alivio se escapaba de sus labios al dejar en el suelo el fardo y luego de un merecido descanso, comienzan la tarea de clasificar la ropa para hacer más rápido su oficio.

La ropa está remojada el tiempo suficiente para que la "mugre se suavice". El ritual comienza. Dobladas sus espaldas, con sus manos marchitas por el frío, y la fuerza de sus brazos maltratados por la pobreza, restriegan en la piedra cada "pieza", parece al verlas, que una música imperceptible del agua les enviara su ritmo cadencioso, porque, casi al mismo tiempo mueven sus cuerpos y sus cabezas, de atrás hacia adelante, en una danza casi interminable.

De vez en cuando, alguien alza su brazo y deja caer con energía la ropa sobre el calicanto, el agua se aspergea en el espacio formando pequeños arcoíris; es necesario hacerlo para que el "sucio" se desprenda con más facilidad. Pienso que en cada golpe, la lavandera descarga su rabia de protesta hacia su suerte, quizás sin darse cuenta. La mañana avanza, aprovechan el sol para tender la ropa blanca sobre la hierba, cada una en el lugar que le corresponde, sin pasarse sus límites.

Es el mediodía, es necesario regresar a sus casas. Recogen una a una cada pieza y van haciendo nuevamente la carga para llevarla a sus espaldas. Ahora está más pesada, la ropa está mojada y humedece la espalda adolorida. El camino de regreso es más lento y agobiante, los músculos se adormecen y flaquean sus bríos afligidos de pesares. La ropa es tendida en cordeles para recibir las caricias del sol que dejan el tejido muy suave y con olor a brisas naturales. El fogón está apagado, nadie prendió la hoguera, serán las mismas manos cansadas y envejecidas que buscarán la leña para con diligencia preparar sus alimentos y reponer las fuerzas perdidas en la brega y esperar el mañana, para volver de nuevo a su rutina diaria de tortuosas fatigas.

Un día nuevo comienza, las horas pasan y ninguna lavandera se ve venir por la calle, ¿Qué habrá pasado? Se quedaron dormidas soñando en piletas de luces, con aguas cristalinas que bañan su rostro de esperanzas y en castillos rutilantes en donde la ropa se tiñe de blancura y despiden aromas de rosales brillantes. Ahl, el viejo almanaque Bristol, de hojas amarillentas, dice que es "luna tierna" y nadie lava su ropa porque la luna le "cierne" de agujeros.

La lavandera se quedará esperando que la luna madure para empezar de nuevo su extenuante trabajo. En esa semana, tendrá que acercarse a alguna casa en donde "presta sus servicios" para pedir un "suplido" con el que podrá mantenerse unos días hasta que la luna esté ""Ilena". 

Manos de lavandera, extenuadas y yertas, cansadas y ateridas buscando en las mañanas cobijarse de soles; rostros ceñudos, tristes, marcados por los surcos de sudor y de lágrimas; espaldas encorvadas que ya no cargan fardos, pero cargan los años llegados con premura; miradas que se apagan en volátiles luces, como efímeras eran las pompas de jabón que salían de sus ágiles manos, Asi se irán al cielo, envueltas en blancura de espumas sempiternas, a jugar con las nubes y en preciosas piletas de fulgores divinos. 




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