Fiesta Danzantes - Baños
Los Danzantes
Las Vísperas
Llegaron los danzantes. Se oye a lo lejos el sonido que despiden las pieles de blancas ovejas convertidas en ecos rimbombantes y el tambor, con su fogosidad, siguiendo los compases tarareados desde tiempos incaicos, que se pierden en las lejanías del Tahuantinsuyo. Bajan por la calle Real. Sacuden acompasadamente los vientos de los páramos traídos en sus zamarros y el olor de los pajonales, adheridos a sus blancas alpargatas hechas de fibra de cabuya secada por el sol de los arenales. Imponentes son sus trajes multicolores y sus penachos polícromos en donde están el fuego y la tierra, el sol y la luna, el maíz y la chicha, el oro y la plata en indescifrables esculturas de señorío silvestre. Danzan enhebrando espacios y golpeando la tierra con fuerza tambaleante, haciendo vibrar las sonajas de acero, plata y obsidiana que cuelgan por doquier en su ropaje de colores de iris.
Caretas sonrosadas, con ojos diminutos y labios carmesíes imitación de ángeles, de vírgenes y santos forasteros, cubren su faz de bronce, quemada por la brisa que corre en las mesetas y planicies andinas. La vehemencia de sus movimientos van transformando al danzante; parece volar con una solemnidad sonora en cada balanceo que se confunde con el latido de su pecho, el cual semeja retumbar como los truenos de las tempestades de las montañas santas, donde vuela el cóndor esculpiendo sus círculos concéntricos.
Atrás van las doncellas, con sus anacos de colores de campo, siguiendo los compases de esa danza volátil, que flota a la deriva en sonidos de pingullos y de rondadores, de siembra y de cosecha, de granizo de pajonales y de gélidos vientos que endurecen el alma. Ahi van los danzantes por las calles del pueblo, predicando su vida en cada partícula de su magistral obra. Quizás están presentes aravicos y amautas, el Inti y la montaña, la rebeldía callada por siglos, que amanecerá un dia sobre la tierra ardiente, con luz y nombre propio.
Un tropel de novillos y de bueyes baja desde el Calvario. Arrastran tras sus lomos la chamiza, hojarasca de chilcas, de eucalipto y durazno, de retamas resecas por el paso de soles asombrados y de capulíes que se quedaron huérfanos en las tardes de julio. Atrás están los priostes, montados en corceles de fina estampa, que en cadencioso trote esculpen las piedras de la calle. Vienen vestidos de fiesta con sus sombreros de paño nuevo, dibujando en el filo de la tarde un cortejo engalanado con música y donaire, con castillos encantados que manarán luces en frenética noche.
La plaza se ha llenado de chamiza y la vaca loca persigue a los chicuelos que quieren adelantar la algarabía estrenando la tarde. las campanas tocan a bendición y un volador surca el espacio y rasga el silencio de la noche con su estruendo de pólvora, que se expande en un eco viajero que recorre el filo de los montes. La banda entona el saltashpa conocido y los globos parten al infinito llenando de luces fugaces la oscuridad sublime de los cielos. Alguien ya prendió fuego a la chamiza y el ambiente se llena de fulgores que despiden partículas chispeantes que danzan al compás del viento. Los castillos de truenos y de luces hechizan de pomposos colores la tibieza nocturna y todo se contagia de inagotable regocijo.
La paz se torna mustia, la banda se ha callado, los castillos se han vuelto esqueletos gigantes, los globos ya no ostentan sus luces en la bruma, las cenizas se apagan en agónica pira; el templo se ha cerrado y cada quien se marcha a buscar sus silencios.
Por: Rodrigo Herrera Cañar
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